SOMBRERO GRIS CON FONDO ROJO
-No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré –dijo el hombre con sombrero gris.
-No sabrás nunca lo que te he querido –pensó la dama del vestido rojo y los zapatos a juego.
-Las luciérnagas tienen un nombre curioso, creí haberte explicado qué significaban- volvió a repetir la madre al niño adormecido en su regazo.
-No salgas ahora, hace frío, y puede llover. Al menos, coge un paraguas–sugirió la mujer a aquel desconocido, mientras, ya en la puerta, volvían a enlazarse las palabras.
-Sólo los hombres que tienen pocas agallas se quedan sentados frente a un roble sin hacer nada. Díselo, bobo, antes de que llegue el más guapo, el más listo, el más macho. Y la próxima vez que te cruces con ella, tengas que verles cogidos de la mano –añadió el hermano, en un tono muy solemne.
- Lamentablemente desconozco ese lugar. No voy a negarle que he escuchado hablar de él en numerosas ocasiones, y que, hasta en alguna, se me pasó por la cabeza localizar dónde quedaba exactamente, pero luego lo olvidé. ¿Va usted a buscarlo? Quizá no le importe si la acompaño –propuso el hombre luego de carraspear y mirar sus ojos, que eran desmedidamente grandes.
La joven tendió la mano, como si fuese una actriz y la calle una pantalla en la que se filmaba la escena en ese momento. El hombre, reparó en ella, pero temió ser muy osado, dudó, dudó…, y al final también tendió su mano hacia ella. La dama, por su parte, estrechó la mano del caballero con firmeza y ternura, mientras pensaba para sí, que hay gestos que deben dibujarse con cuidado y precisión, para que duren más de un segundo. Entonces, como si él hubiese escuchado los pensamientos de ella, agradeció su entrega. Y le robó un beso en los labios. Ella frunció el entrecejo y simuló estar enfadada. Él giró abrumado por el enojo de ella y se marchó calle abajo. Entonces pensó en las luciérnagas y volvió corriendo al mismo lugar en que la mujer le había dado su mano. La vio marcharse, y a lo lejos, por su vestido rojo, le pareció estar viendo un cuadro. Un cuadro. Y se reía dolorido. Cómo había dejado que se fuera, todo iba tan bien hacía nada. Ella preguntando, él voluntarioso, queriendo ir con ella a donde fuera que quedase aquel lugar. En casa, no dejó de hablar de los ojos de esa mujer vestida de rojo, que buscaba, no recordaba bien, no sé qué tienda de esencias florales. Él, aficionado a las escenas románticas, se pasó días enteros mirando al infinito, pensando en ella. No debió decirle aquello, debió pedirle perdón. Quizá eso es lo que le había molestado realmente de él, tal vez para ella, fue un comportamiento terriblemente inadecuado. “Perdón, perdón, perdón”. Ahora lo pediría muchas veces, con tal de verla aparecer sin más: en un café, sentada sola en una mesa, con la taza semielevada, casi a punto de tomar un sorbito. Él la miraría, ella dejaría la taza sobre la mesa y no diría nada… En la calle llovería… Llovería mucho.