FICUS
De mi abuela materna heredé el gusto por los olores encontrados. En medio del patio de la casa, sonreía emblemática la higuera, que había levantado parte del suelo de la cocina y parte del suelo del comedor. Cuando la amenaza de cortar sus raíces aparecía en alguna conversación trivial, yo me ponía muy seria, dispuesta a la lucha, dispuesta a los gritos y al llanto y a las palabras emotivas, si hubiera sido necesario. No lo fue, porque la higuera siguió allí, con su olor, disputando tiempo a tiempo los días eternos de verano. Cuando mis abuelos murieron, la higuera murió con ellos, la infancia y los recorridos alegres por las jaulas de los conejos o el pasillo con olor a naftalina. A mi abuela le gustaba que las habitaciones tuviesen, desde la media mañana, el color amarillo del sol tamizado por las cortinas, las puertas casi cerradas o entreabiertas.
Yo, de manera inconsciente hago lo mismo. La claridad extrema me provoca frialdad, busco ese color cálido, amarillo tostado, en cada habitación, y también busco los olores de aquellos días. Hoy, me acordé de que le asustaban las tormentas de verano. Esta tarde ha habido una tormenta de verano. Yo adoro el olor de la calle mojada por el agua repentina, y los coches que se detuvieron un momento – o eso pensamos, sorprendidos por el caer insólito de la lluvia -, han vuelto a circular como si no hubiese pasado nada.
Estas cosas, son, me son. Me hallan en lo que soy a manos llenas.