"Sé que ese azul radiante que lleváis en los ojos
es un cielo pequeño con un oro dormido" Vicente Aleixandre

domingo, 29 de enero de 2012

SOMBRERO GRIS CON FONDO ROJO
-No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré –dijo el hombre con sombrero  gris.
-No sabrás nunca lo que te he querido –pensó la dama del vestido rojo y los zapatos a juego.
-Las luciérnagas tienen un nombre curioso, creí haberte explicado qué significaban- volvió a repetir la madre al niño adormecido en su regazo.
-No salgas ahora, hace frío, y puede llover. Al menos, coge un paraguas–sugirió la mujer  a aquel desconocido, mientras, ya en la puerta, volvían  a enlazarse las palabras.
-Sólo los hombres que tienen pocas agallas se quedan sentados frente a un roble sin hacer nada. Díselo, bobo, antes de que llegue el más guapo, el más listo, el más macho. Y la próxima vez que te cruces con ella, tengas que verles cogidos de la mano –añadió el hermano, en un tono muy solemne.
- Lamentablemente desconozco ese lugar. No voy a negarle que he escuchado hablar de él en numerosas ocasiones, y que, hasta en alguna, se me pasó por la cabeza localizar dónde quedaba exactamente, pero luego lo olvidé. ¿Va usted a buscarlo? Quizá no le importe si la acompaño –propuso el hombre luego de carraspear y mirar sus ojos, que eran desmedidamente grandes.
   La joven tendió la mano, como si fuese una actriz y la calle una pantalla en la que se  filmaba la escena en ese momento. El hombre, reparó en ella, pero temió ser muy osado, dudó, dudó…, y al final también tendió su mano hacia ella. La dama, por su parte, estrechó la mano del caballero con firmeza y ternura, mientras pensaba para sí, que hay gestos que deben dibujarse con cuidado y precisión, para que duren más de un segundo. Entonces, como si él hubiese escuchado los pensamientos de ella, agradeció su entrega. Y le robó un beso en los labios. Ella frunció el entrecejo y simuló estar enfadada. Él giró abrumado por el enojo de ella y se marchó calle abajo. Entonces pensó en las luciérnagas y volvió corriendo al mismo lugar en que la mujer le había dado su mano. La vio marcharse,  y a lo lejos, por su vestido rojo, le pareció estar viendo un cuadro. Un cuadro. Y se reía dolorido. Cómo había dejado que se fuera, todo iba tan bien hacía nada. Ella preguntando, él voluntarioso, queriendo ir con ella a donde fuera que quedase aquel lugar. En casa, no dejó de hablar de los ojos de esa mujer vestida de rojo, que buscaba, no recordaba bien, no sé qué tienda de esencias florales. Él, aficionado a las escenas románticas, se pasó días enteros mirando al infinito, pensando en ella. No debió decirle aquello, debió pedirle perdón. Quizá eso es lo que le había molestado realmente de él, tal vez para ella, fue un comportamiento terriblemente inadecuado. “Perdón, perdón, perdón”. Ahora lo pediría muchas veces, con tal de verla aparecer sin más: en un café, sentada sola en una mesa, con la taza semielevada, casi a punto de tomar un sorbito. Él la miraría, ella dejaría la taza sobre la mesa y no diría nada… En la calle llovería… Llovería mucho.


sábado, 28 de enero de 2012

EL POETA


  … Me pasa con César Vallejo lo que decía Whitman en su poema. Me pasa que tengo la sensación de estar entrando en su alma, lo que decía Whitman, digo, quien lee sus versos, toca a un hombre. Yo no sé de qué material están hechas las almas de los grandes poetas, pero cuando repaso sus palabras y termino de momento, y cierro el libro, y lo sostengo entre las manos, sé sin duda que podría utilizar el artículo como hace Silvio con Rubén Darío: el poeta. Un silencio sosegado me recuerda, que así, en la calma del pensamiento, los que vinieron a hacer hermoso el mundo, los elegidos, véanse  las ideas literariamente locas del Romanticismo, del Surrealismo…, elija cualquier pretexto, qué más da, esos, los que vinieron a engrandecer el mundo, son imprescindibles. Colman ríos que a menudo sopesas en la soledad del instante. Se convierten en delirios a medias. Por las dudas en el vacío. Pero palpitan fugaces y seguros cuando amenaza realidad. ¿Son, entonces, parte evidente de lo que tú eres? Por lo que respecta a mí, ya es una certidumbre insoslayable...

domingo, 22 de enero de 2012

 Con los ojos tapados
    Hay vergüenzas que un hombre debería llevarse a la tumba. Se piensa así cuando el tiempo gime en el reloj de la plaza. Se piensa así cuando tus pasos sólo resuelven que tus pies están cansados de  errar. A menudo se cree en la desesperanza y en la desesperación como solución a lo vergonzante. Yo  aquí me quedo, en esta noche helada, como ninguna, intentando gritar sin apremio porque ya esa vieja que pasó frente a mí, está muy lejos para escucharme. No me sale la voz, a lo sumo, algún gritito imperceptible. ¿Esto no es lo que querías?, ¿esto no es lo que querías? Aunque no sé si podría haberlo hecho de otro modo. Hice lo que habrías hecho tú. No seas cobarde. Acaso esto es la cobardía. Sólo quizá,  lo comprendo tarde. Estoy sentado aquí desde hace siglos, pensando cómo voy a moverme sin mirarme. Lo lamento. No quería hacerlo. Yo no quise matarle, pero no tuve alternativa. Eso dicen los otros que dije, no lo sentía. Le tapé los ojos, le apunté al corazón, y disparé. El disparo me desgarró el corazón desde las entrañas hacia el alma. El muerto fui yo, pero seguí adelante.  Le tapé los ojos y ya sin rabia le disparé al alma. No miré, porque temí ver la sangre. La sangre. Que reverbera allá donde jamás imaginarías. No seas cobarde, no seas cobarde. Quiero morirme de una. Con un disparo certero y los ojos tapados esta vez.

domingo, 15 de enero de 2012

LA LIEBRE Y LA TORTUGA

   Algunos niños pobres viven en casas sin ventanas y cuando crecen son adultos olvidadizos. Sólo porque no han visto la luz en la etapa más importante de su vida… Pero tienen cierto brillito en los ojos que a veces recuerda al niño que podrían haber sido. Yo conocí a un niño pobre. Lo conocí hace algunos años, cuando tú aún no habías nacido. Se llamaba Mario y siempre llevaba un trajecito de hombre mayor y unas botitas rojas. Tenía cinco años. Le gustaban las tortugas. De hecho, tenía una. Es extraño que un niño pobre tenga una mascota tan sofisticada, pero Mario la tenía. La recuerdo muy bien. Caminaba por el lado más cercano a la pared, siempre. Y Mario, solemne, a su lado, le decía todo lo que no debía hacer: no debía pararse a cada momento, no debía meter su cabezota en el caparazón, no debía quedarse absolutamente quieta nunca. Mario pensaba que si se quedaba quieta,  alguien la pisaría y volvería a quedarse solo, sin nadie con quien pasear, ni regañar. No sabía lo resistente que es la casa de las tortugas. Nadie le había contado nunca el cuento de la liebre y la tortuga. ¿Puedes creerlo? Nunca nadie le había contado ese cuento. Nunca nadie le había contado ningún cuento. Pero se sentía muy feliz mirando cómo caminaba su tortuga y sonreía, y luego se ponía muy serio cuando la tonta no le hacía caso...Y es que algunos niños están tan solos, que no tienen ni cuentos… No llores, era sólo una historia para que te comieras las acelgas.

domingo, 8 de enero de 2012

   LO QUE SUCEDIÓ ENTONCES…


   Abrió la puerta muy despacio y contuvo la respiración. Al otro lado se veía una luz cálida. Cerró al entrar. Se quitó lentamente la ropa, sin hacer ruido, y caminó hasta el borde de la cama. Acarició con suavidad las mantas, por esa parte donde debían notarse los pies… Los notó. Temió haberle despertado, pero la respiración seguía regular, profunda. Entonces lo hizo. Separó las sábanas y se adentró en los sueños del otro. Le rozó la piel con la suya. Se embriagó de su olor, tan conocido. Colocó su cuerpo como si el otro fuese una mueca perfecta que tuviese que encajar con la suya. Y poco a poco fue aproximándose a su calor. Ya no sabía cuál de los dos era el despierto. Con delicada perseverancia, (cuántas veces lo había imaginado), recorrió con la punta de la lengua la espalda del dormido. Escribió “lo siento”, escribió  “I yearn to you”, escribió su nombre. Él, atolondrado por las caricias inesperadas, giró lentamente. Le buscó los labios con los dedos y repasó su boca, como si sólo el tacto pudiese descubrirle quién le estaba redimiendo ahora de su tránsito erróneo por el mundo. Tal vez, por un instante, pensó lo equivocado de aquello que no debía permitirse, luego abandonó su conciencia a la tremenda certeza de que el cuerpo amado, tomado así,  nunca podría ser un despropósito. Acercó su boca a la de ella, y como si con su aliento quisiera confirmar el perdón por la demora, le mordió los labios, le besó la lengua y repasó su cuerpo con ternura, con una rabia aniñada por la culpabilidad de ser libres. Lo que sucedió entonces lo entendemos todos: la vida que se mide en largas oquedades tortuosas y perennes, en probabilidades desprovistas de toda sinceridad, debiera medirse así…, en instantes dudosamente irrepetibles y álgidos.

lunes, 2 de enero de 2012

Cuento tan absurdo como breve y leve

Ese gato tenía razón. Me miró fijamente a los ojos y con voz muy bronca, como la de todos los gatos que se precien de serlo, me advirtió de un peligro inminente a menos que tocase de inmediato un trebolillo verde. Una planta común serviría en su lugar. Y así lo hice. Después pensé que tal vez el gato no había hablado y que yo había presupuesto todas y cada una de sus palabras. Era la única superstición que me inquietaba. Con esa variable del color verde que no sé de dónde vino un día, cuando tengo entendido que lo adecuado es tocar madera; pues bien,  una superstición dentro de una superstición: el color verde que aleja la mala suerte. Y fin, pero se me olvidaba un detalle interesante: si el gato no es negro, entonces tocar el trebolillo verde no sirve de nada.